Todas las personas dependemos de los ecosistemas de nuestro planeta. En los últimos 50 años, hemos transformado la naturaleza más rápida e intensamente que en ningún otro momento de la historia, para resolver las demandas de alimento, agua dulce, madera, combustible y más. Sin embargo, esto ha generado una alarmante crisis hoy debemos combatir.
Alrededor del mundo, cada día surgen ideas que apoyamos desde PNUD para recuperar la naturaleza y aprovechar de manera sostenible sus recursos. Aunque restaurar un ecosistema dañado significa regresarlo a su estado original, en realidad nada vuelve a ser como era antes. Mientras la naturaleza se recupera y vuelven las especies desaparecidas, las personas se empoderan y las oportunidades de desarrollo incrementan sustancialmente. A través de un recorrido por praderas, bofedales y manglares, tres ejemplos de cómo las comunidades de Perú y Bolivia han encontrado formas innovadoras de alcanzar su desarrollo protegiendo la naturaleza.
Florecer en las praderas altoandinas
La Sierra peruana abarca 28% de la superficie del país y gran parte de ella está compuesta por praderas. Son ecosistemas frágiles que sostienen la crianza de camélidos, principal medio de vida de las comunidades de estas zonas. Además, son vitales en la lucha contra el cambio climático ya que almacenan importantes toneladas de carbono, impidiendo que vayan a la atmósfera. Pese a su valor, la mayoría de praderas nativas enfrentan continuos procesos de degradación debido al sobrepastoreo y a la disminución del caudal de agua, lo que constituye un desafío para quienes dependen de ellas para vivir.
Conscientes de esto, las comunidades de Caylloma, en los Andes de Arequipa, se organizaron y crearon una cadena productiva basada en la conservación. Para lograrlo empezaron un proceso de restauración ecológica, que ha permitido recuperar 10 000 hectáreas de pastos con los cuales alimentan a sus camélidos. Sembrando pastos nativos como la chilligua, enfrentan la degradación del suelo y la falta de forraje.
Pero eso no es todo. La siembra y cosecha de agua es otra técnica que utilizan en las pequeñas lagunas que se abren paso en la pradera. En ellas, durante las épocas lluviosas, almacenan agua para las temporadas secas. Así aseguran alimentos y reducen la mortalidad de sus animales.
“El agua es todo para nosotros. La siembra y cosecha del agua nos está ayudando en las temporadas donde antes no teníamos agua”, sostiene Marcelino Condori, miembro de la Asociación de Productores de Camélidos y Artesanos del Distrito de Tisco (ASDIPROCAT), que lidera esta iniciativa con soporte técnico y financiero del Programa de Pequeñas Donaciones del GEF (PPD), que implementa PNUD con respaldo del Ministerio del Ambiente.
Además de estos esfuerzos, las familias alpaqueras deben cambiar de hogar cada tres meses para evitar el sobrepastoreo. De esta manera sus animales pastan dentro de los terrenos que les toca en esa temporada, permitiendo que las demás áreas se regeneren para la próxima estación. Esta técnica se llama pastoreo rotativo y es la clave para entender la vida en la pradera.
La restauración también les permite recuperar especies en peligro como las alpacas Suri de color, que producen la fibra más valorada del mercado. Su pelaje puede llegar a crecer hasta 20 centímetros, casi el doble que el de sus parientes de raza Huacaya, y sus colores naturales son un gran atractivo para la industria textil.
Gracias a los esfuerzos que hacen los alpaqueros y las alpaqueras para conservar sus paisajes y sus especies, las personas que se dedican a la artesanía textil tienen más oportunidades para salir de la pobreza ya que pueden trabajar con fibra de mejor calidad y venderlas a un mejor precio.
El valor de los bofedales
Los bofedales de altura son ecosistemas frágiles. Conocidos también como esponjas de agua, joconales, ciénagas y oasis de montaña, estos absorben el dióxido de carbono al igual que los bosques y además almacenan agua en sus raíces. Estos ecosistemas que se encuentran en riesgo de secarse y desaparecer desarrollan funciones ambientales de resguardo de agua y alimento para el ganado y la fauna silvestre, que depende completamente de su existencia en época seca. Así, benefician también, a las comunidades que encuentran en estos recursos sus medios de vida.
En Bolivia, en el municipio paceño de Charaña, a más de 4050 msnm, se viene trabajando un piloto junto a la población para conservar los bofedales y así la disponibilidad de agua. La población está conformada ante todo por adultos mayores, cuyas principales actividades económicas son la venta de carne de ovino y camélidos, y la agricultura de productos andinos. Es clave, entonces, la conservación de sus fuentes de agua, para continuar con sus actividades durante la época seca.
“Cuando es tiempo de lluvia, los bofedales se hinchan porque almacenan una gran cantidad de agua que se libera en los meses que no llueve”, comenta Eliana Quispe, responsable del piloto. “Así mantienen el cauce asociado al río Cañu y Putani con un grado de aporte hídrico constante. Las plantas se mantienen para seguir alimentando al ganado y la dinámica alrededor del ecosistema puede continuar de forma natural.”
Carlos Cutipa Chambi ha vivido toda su vida en Charaña y, al igual que sus vecinos, ha subsistido gracias a los bofedales. Él explica que estas esponjas sirven para la alimentación de alpacas, llamas y ovejas. “Vendemos lana y carne y con eso compramos mercadería para subsistir en el año”, agrega.
Los bofedales están en constante amenaza por los efectos del cambio climático y la acción humana. Se desvía el agua de los ríos que los alimentan, no se les hace un buen mantenimiento o se extrae la turba que producen, llevando al deterioro e incluso a la pérdida del ecosistema. En Charaña la mayor amenaza que sufren es la disminución de los caudales originales en los ríos internacionales y de los niveles de precipitación pluvial.
Esta iniciativa que impulsa PNUD, mediante el proyecto GIRH-TDPS, busca revitalizar los bofedales de las estancias Cumaravi, Ticani y Chillihuani de Charaña. A este objetivo se han unido entidades territoriales autónomas municipales y la población, recuperando las prácticas ancestrales de manejo de los ecosistemas y unificándolas con las tecnologías actuales a fin de que estos ecosistemas puedan seguir dando sustento a las comunidades que dependen de ellos.
Semillas de concha para salvar los manglares
Al norte de Perú, el Santuario Nacional Los Manglares de Tumbes alberga la mayor extensión de mangles del país y una diversidad única de reptiles, aves, moluscos, crustáceos y peces. Allí, la concha negra (Anadara tuberculosa) es una de las especies que sostiene la economía de las comunidades pesqueras, y a su vez una de las más vulnerables a desaparecer debido a su sobreexplotación y la depredación de su hábitat.
Para proteger a esta y otras especies del Santuario Nacional, la Iniciativa Pesquerías Costeras (CFI), liderada en Perú por el Ministerio de Ambiente con soporte técnico de PNUD, lleva a cabo un modelo piloto donde las mismas comunidades pesqueras gestionan esta área y participan en una investigación para crear, con tecnología, semillas de concha negra y, así, repoblar los manglares.
“Vivimos del manglar y tenemos que cuidarlo. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?”, asegura Wilfredo Infante, presidente de Los Tumpis, una de las seis asociaciones que conforman el Consorcio Manglares de Noroeste, que ha firmado un acuerdo de gestión con el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas por el Estado (Sernanp).
Para eso, se realiza la investigación para la producción de semillas en el laboratorio Incabiotec, con apoyo de CFI junto al Gobierno Regional de Tumbes, el Sernanp y la Universidad Nacional de Tumbes. “Nosotros fecundamos de forma externa los óvulos y espermas de conchas que dan paso a un huevo”, explica Krizia Pretell, especialista de Incabiotec. Para crear las semillas de concha, primero se realizan pruebas de laboratorio y una vez que están aptas son entregadas a los extractores y extractoras para que sean plantadas en los manglares.
“Recibimos los lotes de semillas y las traemos al área de nuestro piloto comunitario para darle mantenimiento, limpieza y que crezcan”, comenta Jhon Puse, vicepresidente del consorcio. Para esto, el laboratorio ha capacitado a las comunidades a fin de que conozcan el proceso que debe tener la concha hasta ser aceptada por el manglar.
“Estas semillas al cabo de un año podrían dejar su propia descendencia en el ecosistema de manglar. Una sola concha negra puede producir de 200 a 300 000 larvas”, asegura Rosa García, jefa del Santuario Nacional. A la fecha, el piloto ha logrado sembrar 64 000 semillas en la isla Chalaquera del área.
Estas experiencias forman parte de la lucha global por un futuro sostenible que este año se fortalece con el inicio del Decenio de las Naciones Unidas sobre la Restauración de Ecosistemas. Hasta el 2030 la ambiciosa meta es poner fin a la degradación y sumar esfuerzos para que los ecosistemas sigan brindando los beneficios que todos y todas necesitamos.
Escriben: Milagros León, Teresina Menzala y Yolanda Ballivian